No hace mucho que hombres y animales (si es que no lo son estos primeros) cohabitaban en una armonía sólo propia de la naturaleza.
Sin embargo, la incesante búsqueda del hombre de poder absoluto, supuso para la naturaleza la pérdida del control que poseía de forma innata.
La caza se convirtió para los hombres en algo más que un mero instinto de supervivencia.
Es menester, pues, mencionar la destrucción ocasionada por dicha especie, que resulta implícita y relevante dentro del contexto en que nos hallamos.
Cierto día, acontecía el septuagésimo aniversario de un solitario cazador, que vivía a las afueras de la ciudad (pues su apatía por la urbe era igualable al desprecio que sentía hacia el mundo animal).
Su casa, una pequeña choza de no más de sesenta metros cuadrados, se encontraba a unos veinte kilómetros de la ciudad, junto a un río que dividía el bosque en dos grandes sectores.
Dentro de la misma, el hombre descansaba sobre un sofá recubierto de pieles de ciervo.
Llamaron a la puerta cinco veces, hasta que, extrañado por la inesperada aparición de alguien en aquel recóndito lugar, se levantó a la espera de que aquella hubiera sido una mera equivocación.
Abrió la puerta, fabricada a base de madera de roble, pero no encontró nada más que una alargada caja de madera en la cuál se hallaba una escopeta de caza antigua.
Volvió al interior de la choza, y tras poner el objeto sobre la mesa y observarlo detenidamente, descubrió que se trataba de un dulce perfectamente moldeado. Sobre él, había depositada con sumo cuidado una pequeña nota que tenía escrito: "Feliz cumpleaños, tu colega Pedro".
Pedro era uno de los pocos amigos que conservaba desde que se mudó al bosque, y el único que conocía su ubicación exacta en la actualidad.
Así pues, aunque no era partidario de la ingesta de azúcar (hacía mucho que únicamente se alimentaba de los animales que cazaba, acompañados por latas de conserva que adquiría una vez al año, al bajar a la ciudad), decidió probar el presente que su compañero le había traído.
Mientras lo hacía, se preguntaba por qué no había decidido visitarlo personalmente para entregárselo. Sin embargo, dada la desidia social que había desarrollado a lo largo de los años, agradeció la evasiva de contacto visual.
Una vez hubo desistido de la ingesta de azúcar, se levantó con desazón para situarse de nuevo en su sofá de piel de ciervo.
No obstante, no logró tumbarse antes de sentir una fuerte opresión en el pecho, que apenas de permitía contener el aliento.
Su pulso deceleraba al ritmo de las agujas del reloj, e intentaba inhalar tanto aire como podía, mientras observaba la figura mermada de aquella escopeta almibarada.
Era plenamente consciente de lo que acontecía en la habitación. Y, mientras perdía poco a poco el último soplo de vida que le quedaba, dibujó en su rostro una sonrisa triunfal.
Su muerte no suponía sino el colofón de todas las que le precedían, y de las cuales había salido victorioso. El desdén por su propia especie inundó cada centímetro de su cuerpo, carente de pesar, y vacío ya de toda vida.